Quiero
recordar que el ínsulas de San Juan de la Cruz significó
en el sentido etimológico (original) la "casa ofrecida
en alquiler". No es desacertado pensar que dicho sentido operara,
al menos inconscientemente, en San Juan ya que para él, mundo
y poesía no eran sino momentánea prestación,
lugar alquilado, efímero.
Igual, Héctor Rosales, nos dice: -"Me
llaman Héctor / estás en tu casa", mas, casa
alquilada, descentrada, la del mundo. ¿Cómo centrarla?
¿Cómo intentar un acceso a la substancia, a lo permanente,
al origen? O dicho de otro modo, ¿qué brecha o camino
abrir hacia la espiritualidad? Rosales responde: la poesía.
Este camino, la casa de la poesía, manifestación visible
de lo invisible (lenguaje); este acercamiento, cerco impuesto mediante
el lenguaje poético, asedio a lo inaccesible, a lo íntimo
y último, son la clave que guía a la dicha o don de
ulterioridad. (...)
Uno de los poemas del libro de Rosales trabaja
la piedra, la escultura sobre mármol, la labor del lapidario:
esa realidad (tumba) desastrosa, nada dichosa, es parte de la visión
de Rosales; visión para la que se apresta, desde la dicha
y el dolor creadores, desde una perspectiva viva, corrosiva, irónica,
lúdica, certera, veraz, que vislumbra todo lo que hacemos
antes del gran salto, antes de caer en manos del lapidario; quehacer,
visto por Rosales como especie de pausa, antes de ir al más
allá: "en la segunda puerta de casa / de brazos cruzados
y de pie esperando / la muerte".
La muerte y para ella, dos casas, dos puertas
si se quiere. Una, visible, palpable aunque tangencial en la que
nos ubicamos todos y otra, visionaria, extraña, puente a
lo ulterior, en la que se sitúa el poeta, agazapado, dispuesto
al encuentro. Esta es la casa de Héctor Rosales, este joven
poeta uruguayo cuyos versos escuetos, descarnados predisponen a
la aventura espiritual.
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